Isaac “Pitbull” Cruz no solo pelea arriba del ring. Afuera también ha librado sus propias guerras: la escasez, la rabia de la infancia, el miedo de no poder alimentar a su familia y la determinación de no repetir la historia. Y aunque su nombre ya suena entre los grandes del boxeo mundial, él no olvida lo más importante: el hambre —literal y emocional— que lo impulsó a comerse el mundo a mordidas.
En entrevista con Grupo Multimedios, Cruz habló desde las entrañas. No de títulos, no de estadísticas, sino del corazón: de su padre, de su esposa, de sus hijos. De esas veces que la vida lo tumbó más fuerte que cualquier rival con guantes.
“No poderle dar en algún momento a mi esposa y a mi hijo que comer o poderles ofrecer una tortilla para comer. Es lo que me mantiene con ese coraje de poder seguir siendo mejor y seguirme preparando día con día para no volver a regresar a sufrir lo que sufrimos en algún momento”, confiesa con la voz firme, pero con un dejo de cicatriz abierta.

Esa escena, la de un padre joven viendo a su familia sin comida, lo acompaña como sombra. No la olvida ni cuando entrena, ni cuando sube al cuadrilátero, ni cuando se enfunda el cinturón de campeón. Es su motor. Su rabia bien encauzada.
“Pitbull” Cruz, un boxeador criado entre carencias
Originario de la Magdalena Contreras, una alcaldía con alma de barrio bravo, Isaac aprendió desde niño a resistir; a no llorar, a no quejarse. Creció viendo a su padre entrenar boxeadores y en algún momento, ese hombre se convirtió en su mentor profesional.
“Cuando entrenamos, no somos padre e hijo. Somos entrenador y boxeador. Terminando, volvemos a ser familia”, explica con esa claridad que solo dan los años de trabajo juntos y las reglas que se aprenden más con golpes que con palabras.

Pero admite que no todo ha sido disciplina. Hubo momentos en que la vida lo puso contra las cuerdas. Momentos en que lo fácil estaba al alcance. Y no siempre fue fácil decir que no.
“Las tentaciones están ahí todos los días, al pie del cañón. Y justo cuando menos lo esperas, te alcanzan. Lo más fácil es caer: robar, mentir, hacer trabajos sucios, lo que sea. Pero eso no es lo correcto. Lo mejor es trabajar duro, con la frente en alto, para que el día de mañana puedas disfrutar lo que tienes sin esconderte ni deberle nada a nadie.”

Amor y rabia: el equilibrio exacto
Habla de su esposa con devoción. No como quien se cuelga del discurso romántico, sino como quien reconoce una deuda profunda.
“Fijarse en mí cuando no tenía nada, me ha visto crecer cuando pues era un peleador de 4 o 6 rounds hasta ahorita que me he convertido en campeón del mundo y gracias a ella por estar ahí pues cuando me ha dolido los entrenamientos, cuando me ha dolido por alguna lesión, cuando me ha dolido que tener que dejarlos en la mesa comiendo solos o sea en todos los aspectos le agradecido yo a ella pues de todo corazón pues ser parte fundamental en mi vida y en mi carrera”, dice, sin alardes, pero con una lealtad inquebrantable.

Y cuando le mencionamos a su hijo, el gesto se le suaviza. “Me cayó el 20 ya cuando me dijo por primera vez el papá que me pedía ya cosas ya fue cuando dije ya ya soy papá y bueno ya fue cuando como que me dieron el golpe no el golpe de la vida y fue cuando le eché aún más ganas”.
Con los pies en la tierra y el corazón en México
A diferencia de muchos deportistas, Isaac no se siente merecedor de todo lo que ha conseguido. No se infla el pecho, ni presume “No me gusta echarle en cara a nadie lo que tengo. No me gusta que me digan ‘por mí tienes esto’. Lo mío lo he hecho con sacrificio”, sentencia.
¿El mejor boxeador mexicano es “Pitbull” Cruz?
Aunque para muchos ya se encuentra entre los más importantes del momento, él lo toma con calma. Admite que aún falta camino. “Vamos empezando. Ya al final veremos si lo hicimos bien o si faltó algo”, dice.
???? “Es un debate muy muy complejo porque él vino a hacer un cambio, pues radical a lo que estaba uno acostumbrado al estilo mexicano de ir a las guerras”: Isaac “Pitbull” Cruz.
— La Afición (@laaficion) June 18, 2025
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El niño que no se rinde
Al final, cuando se le pregunta qué le diría a ese niño de 10 años que fue, con el estómago vacío y el corazón lleno de sueños, se queda un segundo en silencio. Y luego responde con calma, pero con fuerza: “Que el camino ha sido difícil, pero que todo lo vivido valió la pena. Que cada caída trajo un aprendizaje. Y que sí, se puede salir del hoyo”.
CIG